martes, 22 de diciembre de 2015

Tiempos y movimientos en Educación: aprender y enseñar en la era de la mercantilización

Cada vez es más común hablar del “mercado de la educación”, lo que la convierte, sin lugar a dudas, en una “mercancía”… Así las cosas, hoy la educación se asume como un servicio o un bien como cualquier otro, que se oferta en un mercado compuesto por organizaciones que producen educación –¿instituciones educativas?–, cuyos productos son demandados por las personas –¿sociedades?– que la requieren con algún propósito individual –¿social?–, con diversos costos y formas de pago –¿inversión pública, privada o ambas?–; y, también, con diversas características, duración y calidad.

En la lógica del mercado educativo, como en cualquier otro mercado, la calidad está asociada a la relación costo-precio…; en principio, entre mayor es la calidad (costo de producción) más alto es el precio de la mercancía (valor de mercado). También, forma parte de la calidad de la educación-mercancía “la belleza” que se le asocie y, con ella, el nivel de confort y el grado de satisfacción resultante de su consumo, bajo el supuesto de que en ello está implícito su valor de uso y de cambio, entendido más que como patrimonio cultural, como “empleabilidad” en el mercado laboral.

Sin querer parecer anticuada, necia o poco realista, creo que este debate –que en el discurso general parece haber terminado a favor de la mercantilización de la educación– sigue sin llegar a buen puerto; en particular, cuando observamos la presión de los gobiernos, las personas y las empresas sobre la cantidad y calidades de esta “mercancía”, que no termina de satisfacer del todo a quienes la consumen, en medio de un mercado muy diverso y amplio público y privado en todos los niveles educativos formales, a los que se suma una extensa oferta de educación no formal de heterogénea factura, en la que sobresalen la educación permanente y la educación continua.

El dilema entre la visión de la educación como información para ser competentes y productivos en el mercado laboral o como formación para ser personas –¿para la vida?–, adquirir condiciones para el ejercicio de la ciudadanía, construir un proyecto de vida y ser felices, sigue aumentando la tensión entre la toma de decisiones y la inversión púbica y privada en materia educativa. Esta realidad se podría interpretar como una pérdida sostenida de productividad y eficacia de la educación como industria, lo que provoca desajustes en los tiempos, movimientos, calidades y precios de los servicios educativos en todos los sectores y niveles.

Las paradojas entre la oferta (acceso) y la calidad (excelencia académica), la duración inevitable del proceso de enseñanza y aprendizaje y la contracción –¿abaratamiento?– de los períodos de formación, la duración de la formación y la creciente cantidad de información, la formación para la vida y el trabajo, crean tensiones que subyacen a fenómenos mucho más complejos, cuyo arraigo está en la naturaleza misma de la sociedad contemporánea, donde la borrosa divisoria entre proyecto económico y proyecto sociopolítico y cultural deja a las personas “colgando” entre el empleo, el desempleo, el subempleo y el deseo de ser felices; la oportunidad real de acceso a la educación y los costos de oportunidad que la acompañan, en medio de un confuso y diversificado mercado laboral donde el uso intensivo del conocimiento en los procesos productivos determina su rentabilidad en razón de la formación, la creatividad, la inteligencia colectiva y el desarrollo de productos innovadores.

En ese escenario, donde el discurso dominante de la educación-mercancía derrotó a la Teoría de la Educación, me consta que no está bien visto hablar de ello sin el debido maquillaje humanista y de deber ser… Por esta razón, voy a tomarme la libertad de hablar de educación-mercancía sin maquillaje, para revisar algunas desventajas de ese enfoque para alcanzar, paradójicamente, lo que con ella se busca: el aumento de la calidad y la flexibilidad de la educación técnica y superior para atender de manera oportuna las necesidades de las empresas y el desarrollo de la investigación, la innovación y la productividad. Un país que produzca bienes y servicios de manera competitiva en la economía global garantiza, al menos en principio, mayores posibilidades de consumo a sus habitantes –lo que no necesariamente significa mayor calidad de vida, como bien sabemos. El ejemplo más dramático en nuestro tiempo de esta visión de desarrollo económico es China, donde su población citadina maneja automóviles lujosos y vive en rascacielos, pero no puede respirar por la contaminación del aire, producto de ese desarrollo económico...

Debido a la complejidad de esta temática, antes de abordarla con el detalle que merece en futuras entregas, voy a referirme a un supuesto que subyace al aumento de la calidad y la flexibilidad de la educación técnica y superior, que actuarían como catalizadores de mejores oportunidades para el desarrollo del sector productivo: que existe una educación primaria y secundaria flexible y de calidad, donde las personas acceden desde la infancia temprana al conocimiento básico necesario para tener éxito en niveles superiores de educación, tanto de naturaleza técnica como profesional. Aquí aparece una primera falacia del enfoque de la educación-mercancía, pues se busca mejorar la educación técnica y superior sin crear las condiciones objetivas para ello. Una mejora real en ellas supondría mejoras sustanciales en la educación primaria y secundaria.

Como resultado de esto, tenemos, por ejemplo, en nuestro país: Costa Rica, contradicciones de gran alcance en muy diversos niveles, que tienen un costo enorme para el auténtico progreso de países pobres –¿en vías de desarrollo?–; entre ellas, me permito mencionar algunas:

  1. Se requiere formación en el área de las ingenierías y se cree que ello es posible en la medida en que se enseñe en todos los sectores educativos más matemática, física y química, y menos de otras disciplinas como la Filosofía, las artes y las ciencias sociales. 
  2. Se espera que nuestra población estudiantil domine varios idiomas, pero no interesa mucho que se hable, lea y escriba correctamente en español… nuestra lengua materna.

A estas contradicciones se agregan muchas otras, como por ejemplo, que una cantidad importante de profesoras y profesores de matemática o inglés de nivel de secundaria no aprueben los exámenes de bachillerato que hacen sus estudiantes… Es decir, pretendemos tener profesionales y personal técnico de nivel mundial con docentes mal formados en grado y posgrado, mal pagados y poco valorados por la sociedad.

Ante tanta confusión, no es extraño que todos los actores y actoras sociales involucrados en el tema sigan dando tumbos resolviendo los viejos problemas educativos con recetas nuevas… que tampoco sirven, y mientras se buscan culpables se tiene en la mira a dos sospechosos: el estudiantado y el profesorado. Con ello, de acuerdo con Bauman (2011), se sigue en la “tarea de encontrar soluciones biográficas a contradicciones sistémicas” (p. 155). El efecto más dañino de la mercantilización de la educación, siguiendo a este autor –cuya lectura les recomiendo–, se expresaría de tres formas:
  1. La “descapacitación social”, entendida como la promesa del abaratamiento y la reducción del esfuerzo y el tiempo que supone el proceso enseñanza-aprendizaje.
  2. La tesis de que la educación es un bien de consumo individual y no un bien social, que compromete el bien común y la reproducción del sistema social como un todo, más allá de la lógica de los mercados laborales y la producción de mercancías particulares.
  3. La sustitución “de la curación de la enfermedad por la lucha contra los síntomas” (Bauman, 2011, p. 156).

Sea que veamos la educación como mercancía o como requisito para el bien común y el desarrollo del ser humano, su calidad no es barata ni ocurre en el corto plazo, y exige la aplicación del conocimiento y reconocimiento del saber científico alcanzado en Educación, que no es poco ni sencillo, pero existe y, en consecuencia, no se puede seguir tomando decisiones en esta materia con base en suposiciones, buenas intenciones, ocurrencias, fines políticos o intereses económicos particulares; tampoco es posible seguir haciendo cambios cosméticos a la educación pública, porque se requiere de una profunda transformación sistémica que permita trascender las reformas demagógicas por auténticos cambios que la lleven al nivel en el que puede y debe estar para permitir, por supuesto, el desarrollo económico y social; pero, sobre todo, para que las personas realicen un proyecto de vida en el que logren ingresos económicos para satisfacer sus necesidades materiales y ser felices en sociedades sostenibles y reproducibles en el tiempo.

La educación-mercancía está lejos de ser lo que se espera de ella: útil para la generación de talento humano aumentado por la inmensa red de comunicaciones y oportunidades educativas y laborales, tanto locales como regionales y globales, donde la creatividad, la innovación y la productividad se encuentran para hacernos mejores personas, mejores profesionales y técnicos, mejores ciudadanas y ciudadanos y, evidentemente, más productivos y competitivos… Entonces, ¿qué es lo que no vemos y no hacemos que resulta determinante para una educación a la altura de los acontecimientos? Si creen que exagero, les invito a que vean la situación del país y el mundo, y me comenten qué les parece…

Referencias bibliográficas

Bauman, Z. (2011). La ambivalencia de la modernidad y otras conversaciones. Barcelona: Paidós.