En ocasión del festival de cine europeo en cartelera en el Magaly del 16 al 31 de julio, tuvimos acceso en San José a excelentes películas y a un espacio poco usual para presenciar el abordaje cinematográfico de maestros y maestras del séptimo arte, que nos invitan a reflexionar sobre temas viejos y nuevos, que nos colocan frente a historias cuya magnitud, alcance e implicaciones éticas, estéticas, culturales, ideológicas, sociales y político-económicas, nos remiten a un nivel de realidad que trasciende épocas, hechos históricos concretos y situaciones posibles por inverosímiles que parezcan.
Una de las películas que más me impactó fue El gran cuaderno, del cineasta húngaro János Szász, que es una adaptación de la novela del mismo título de la escritora húngara Agota Kristof, publicada en 1986, traducida a más de treinta idiomas y galardonada con el Premio Europeo de Literatura Francesa. La historia se inscribe en la Segunda Guerra Mundial, en un pueblo fronterizo de Hungría, cuyo nombre no se determina, que colinda con un campo de exterminio nazi. A poca distancia de la frontera vive una anciana cruel y endurecida por la vida en el campo, que se ve obligada a recibir a sus nietos gemelos, que tienen entre 12 y 14 años, dejados allí por su madre como último recurso debido a las vicisitudes de la guerra y a que el padre se enlista en el ejército.
Este acontecimiento pone a los hermanos frente a una profunda violencia de doble naturaleza: la de la guerra y la de su abuela. Más allá de los horrores propios de ese período histórico y de los abusos de poder y opresión del nazismo, la película se centra en los niños que sufren un proceso auto infligido de aniquilación de su humanidad, entendido y asumido por ambos como la única posibilidad de sobrevivir en medio del abandono de sus padres, la deshumanización generalizada, la miseria, el hambre, el miedo, la muerte y la destrucción del tejido social.
La película es meticulosa al mostrar cómo los niños asumen su nueva realidad y deciden sobrevivir, comprendiendo que la nobleza, la bondad, la generosidad, la belleza y el amor no son opciones en un mundo donde prevalecen la locura, la muerte y el poder “ilimitado” e irracional de los más fuertes. Aprenden juntos, tomándose uno al otro como medio, a tolerar el dolor, el hambre, el miedo, la angustia y, sobre todo, la indiferencia ante el dolor propio y ajeno. Matar insectos, animales pequeños y gallinas, se convierten en formas adecuadas de aprendizaje, que se suman a insultos mutuos constantes y a enfrentar con valentía la maldad, crueldad y perversión de los vecinos, los nazis y de su propia abuela. La meta era tolerar el dolor físico y psicológico, ser capaces de la más absoluta indiferencia ante la muerte para no caer en la inmovilidad del miedo; todo ello, registrado en un cuaderno que su padre les obsequia antes de separarse, donde les pide que anoten todo lo que les ocurra mientras estén lejos.
Pese a sus logros y esfuerzos, sobre la marcha los niños descubren que siguen siendo vulnerables, pues no son capaces de dejar de amarse y, en consecuencia, de necesitarse y temer por la vida y seguridad del otro. Ante esa verdad terrible en ese contexto social y familiar, entienden que nada de lo que hagan les va a permitir ser indiferentes al sufrimiento o la muerte del otro, y empiezan a planear su última tarea con una frialdad y eficiencia implacables. La conciencia de su vulnerabilidad lleva a los niños a tomar una decisión insólita, terrible en sus significados e implicaciones: separarse, como la última gran prueba en su proceso sistemático de deshumanización e insensibilización para tener posibilidades de sobrevivir, ya no a la guerra, sino a sus consecuencias en ellos mismos y en sus vidas, donde más allá de todos los horrores vistos y hechos, el peor de todos, el inconcebible y más atroz, no es otro que la pérdida de la propia humanidad.
Testigos de su vulnerabilidad y envilecimiento, en una ambigua y aterradora escena final que no se puede contar… (ojalá puedan ver la película), la historia termina cuando los niños se separan sin derramar una lágrima… a continuar con lo que queda de sus vidas. La última conversación tiene que ver con cuál de los dos se quedará con el cuaderno que registra su historia, en la que pasaron de niños a monstruos en la más cercana complicidad y gracias a su infinito amor de hermanos…
La niñez, como espacio atesorado en todas las culturas para el desarrollo y posicionamiento de lo humano se revierte en la película y nos pone frente a la vivencia de nuestra propia infancia y ante la verdad irrefutable de que es en ella donde se inscriben las rutas principales que seguiremos el resto de nuestras vidas, a partir de las cuales tomaremos decisiones mejores y peores, de las que tendremos que asumir las consecuencias personales y sociales tarde o temprano.
Creo que el sentido de la película no es la guerra y sus horrores, sino la infancia vivida en un contexto de esa naturaleza, donde se ponen entre paréntesis la humanidad y el sentido para que florezca lo peor y lo mejor de nuestra especie: la maldad y el amor, como fuerzas que nos hacen capaces de lo bello y lo monstruoso, y de todo lo que está escrito en El Gran Cuaderno de la Historia de la Humanidad. ¿Qué les parece?