jueves, 31 de julio de 2008

¿Réquiem por un país?

El pasado 27 de julio el país sufrió un evento social sin precedentes, que marcó para siempre la historia nacional. Un grupo de aproximadamente 3,000 jóvenes desbordados y enloquecidos por la ira y la frustración por no ingresar a un concierto, protagonizó un espectáculo dantesco, que nos dejó a los costarricenses en medio del desconcierto, el horror, el miedo y la vergüenza.

En un escenario económico y social de por sí confuso, situaciones como la del 27 de julio llaman a la reflexión a la ciudadanía y, en particular, a padres y madres de familia, así como a educadores y educadoras, porque es en nuestras manos que niños, niñas y jóvenes se forman como personas y como agentes sociales.

Debido a que estaba fuera de San José y regresé hasta el domingo por la noche y a que vivo cerca de la Universidad Latina, de repente me vi inmersa en una zona en caos y destrucción, que sólo pude comparar con algunas que he visto en noticiarios o en películas, en países en guerra. Efectivamente, estamos en guerra, en la más atroz y aterradora de todas: la del absurdo por el absurdo y la destrucción por la destrucción. Vivimos en una sociedad que perdió su propósito fundamental, que es la convivencia y la salvaguarda del bien común.

La violencia en las personas jóvenes lamentablemente no es nueva. Hay registros igualmente tristes de la forma como se comporta nuestra juventud en instituciones educativas, en eventos recreativos y todos los días los vemos en los noticiarios protagonizar hechos de sangre y delitos contra la vida por un teléfono celular, un par de tenis o un iPod...

Nuestros jóvenes también están eligiendo apostar su futuro en la economía perversa: optan por el trabajo en el narcotráfico, la prostitución y el crimen organizado, pese a que saben que ponen en riesgo su propia vida, su estabilidad emocional y su libertad. Tampoco escatiman esfuerzos por exponerse a situaciones de riesgo como los “piques” y las “riñas” callejeras… En su desvarío se matan y matan a otros jóvenes, y juegan a tener el poder que nadie debería desear: disparar un arma o usar un puñal contra otro ser humano…

Al hacer estas reflexiones fue inevitable que pensara también que estas situaciones no son nuevas en la historia de la humanidad, y que el siglo XX vio con horror y asombro hechos atroces, entre ellos la II Guerra Mundial y el proyecto de exterminio masivo de los nazis, donde todo un pueblo fue cómplice de uno de los genocidios modernos de más alcance y magnitud, por su crueldad y menosprecio por la vida humana.

Como contraparte, un grupo de pensadores alemanes Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad de Frankfurt asumió el compromiso de investigar y explicar ese comportamiento, en principio incomprensible, para que no se repitiera en el futuro. Max Horkheimer, Teodoro Adorno, Heberth Marcuse, Walter Benjamin y Erich Fromm emprendieron la ardua y extraña tarea de develar el trasfondo de una sociedad que se debatía en la ambigüedad, donde razón y sinrazón, paz y guerra, justicia e injusticia, solidaridad e insolidaridad, libertad y alienación convivían de maneras inusitadas, maravillosas por un lado, perversas por otro…

Les recomiendo que revisen algunos de los textos de estos pensadores, a quienes la humanidad estará para siempre en deuda por sus aportes para la comprensión de la naturaleza humana, esencialmente compleja y ambigua, a la vez consciente e inconsciente, racional e irracional y movida por fuerzas extrañas, oscuras y profundas, que Freud descubrió y denominó de manera lúcida: pulsión de vida (por el dios griego que representa el amor, hijo de Afrodita y Zeus, Eros) y pulsión de muerte (por el dios griego hijo de la noche, que personifica la muerte y la destrucción, Thánatos).

Entre los textos que les recomiendo hay dos en particular: Eros y civilización de Herberth Marcuse y Ensayo sobre la destructividad humana de Erich Fromm. La tesis general de estos dos libros se basa de manera extraordinaria en dos teorías sobre la sociedad y el ser humano ―una económico-social y la otra psicológica―, que aún no se superan: el materialismo histórico-dialéctico de Marx y el Psicoanálisis de Sigmund Freud.

En ambos libros se propone que cuando la sociedad alcanza un nivel de represión tal, que los sujetos pierden el sentido de sí mismos y de su existencia y la capacidad de sentir placer y satisfacción por vía de la pulsión de vida, recurren a su sucedáneo contraparte para “sentir”: la pulsión de muerte. De ahí que la única forma de “sostenerse” en la realidad es a través de la destrucción y de experiencias cercanas a la muerte, porque lo que moviliza al sujeto es el deseo de retorno a lo inorgánico; es decir, el “deseo de morir”. Del predominio de estas pulsiones, en su libro sobre la destructividad humana, Fromm identifica dos tipos de personas: las biófilas, regidas por la pulsión de vida y las necrófilas, regidas por la pulsión de muerte.

Las personas biófilas respetan la vida y buscan su conservación, las necrófilas no encuentran sentido en la vida, sienten repulsión por ella y buscan su destrucción. Las primeras orientan sus esfuerzos a la autoconservación y la reproducción del entorno en el que habitan, mientras las segundas los orientan hacia la autodestrucción y el aniquilamiento del entorno, en el cual subyace su propia destrucción y, en consecuencia, la satisfacción de su deseo de muerte. Paradójicamente, el ser humano puede desear y obtener sensaciones tan intensas como el placer por medio de la autodestrucción, por ello la violencia se torna un espacio privilegiado para su consecución.

La explicación del paso de una sociedad primordialmente compuesta por sujetos biófilos a una conformada por una mayoría necrófila, que caracteriza el paso de la Edad Media a la Modernidad, es la sobrealieneación que está relacionada con una vida individual sin sentido colectivo; es decir, sin límites claros entre el individuo y los intereses sociales, donde ya no es posible sublimar ni postergar el placer personal inmediato y asocial. Siguiendo a Freud, el precio de la cultura es la represión de los deseos individuales para que prevalezcan los intereses sociales: la convivencia y el bien común. Cuando la cultura pierde la capacidad de reprimir de manera constructiva para que el sistema social se reproduzca en el tiempo, sobre-reprime de manera destructiva y eso activa la pulsión de muerte. Este proceso lleva a la autodestrucción de la cultura en cuestión.

Nunca fuimos más libres ni más esclavos que ahora; nunca tuvimos tantas oportunidades de desarrollo y destrucción como hoy. Esta es la paradoja y el “dilema” de la Modernidad. El llamado de atención de los pensadores de la Escuela de Frankfurt es que debemos asumir con responsabilidad, seriedad y prontitud la reflexión sobre el momento “destructivo” que enfrenta la humanidad de manera generalizada. La indiferencia ante esta realidad marca el futuro de nuestra especie. De hecho, el desastre climático, el caos económico global, el éxito y desarrollo de la economía perversa y la violencia crecientes a escala planetaria son consecuencia de nuestro “momento destructivo”. Si no lo logramos, el planeta ya ha enfrentado otras extinciones masivas y ojalá que no sea así, pero si nos autodestruimos esperemos que la próxima especie que domine la Tierra sea más sabia que nosotros…

Quisiera cerrar este comentario con una liturgia egipcia de las Pirámides que dice:


Las puertas de la tierra están abiertas:
las puertas del cielo están abiertas;
la ruta de los ríos está abierta;
el camino del mar está abierto.


La suerte está echada… Tenemos que tomar decisiones radicales, que serán la base de cuál y cómo será nuestro futuro.